miércoles, 23 de mayo de 2007

EL AMOR ES SÓLO UN CARAMELO PARA LAS DESPEDIDAS

Te contaré todo si te callas y no me interrumpes, oíste. Sólo ten paciencia por mi cansancio, pues mi voz se esfuma en cada palabra. Aunque tal vez no me lo creas, pero cortamos definitivamente como me lo imaginaba. Después de tanto camino al fin decidimos, o mejor dicho, decidió acabar con la agonía de dos irreconciliables extraños. No te sorprendas, sé que parece algún invento desclasificado, sin embargo, porque estoy aquí después de eso puedo contarlo tal y como sucedió.

Quería desnudarme enfrente de su indiferencia. Retornar algo del pasado en cada despojo. Volvernos a mirarnos en la cama con su mano puesta en mi vientre como el primer día de la felicidad —ese día aún penetra en mi memoria con el dolor del presente—. Quería que habláramos de un nuevo proyecto de vida: cambiarnos de casa, lejos de su madre, y atrapar la fugacidad de la vida sin héroes. Comencé por desabotonar lenta y temblorosamente mi ajustada blusa. Tenía miedo mi corazón de algún rechazo que se había tornado en una repetitiva vuelta. Sonó el celular por cuarta vez esa noche de ausencia. Lo contestó, se levantó rápidamente y se retiró al cuarto de la par. Quise escuchar con quién hablaba, pero cerró la puerta. ¡Cómo te asombrarías de cuántas ganas tenía de abrirla bruscamente y gritarle a esa persona que no estorbara más, que no necesitábamos de terceros! Sé que me regañaría e incluso podría golpearme porque jamás le ha gustado que lo interrumpan cuando habla. A los minutos regresó un poco sudoroso; le pregunté quién era. —Sólo es un cliente de un crédito que necesita que se lo agilice— dijo. Reinicié el proceso entre sus confirmaciones de citas de los nuevos clientes del día. Muchas en la espera de aprobación y nada para mí. A decir verdad su actuación no tendría que extrañarme si nunca lo consideré muy emotivo, más bien diría que era una madrugada de verano. Le suplicaba continuamente que entrara en mí, que me descubriera, plenamente, que se revolcara en mis espumas de mar. Yo al menos intentaba penetrar en su vida en las pocas conversaciones que no atrevíamos a encarar. Sin embargo, seguíamos desgastándonos en las tantas noches de gritos sudorosos y líquidos compartidos. Al llegar del infinito trabajo, preferiríamos pasar el tiempo enquistados en nuestros sillones para dejarnos dirigir por los cientos de programas televisivos que encarcelaban nuestros pensamientos. Cualquier momento a solas podía despertar el deseo incontenible de desenmascarar nuestra relación. Creo que su lentitud le permitía sobrellevar esos niveles de indiferencia y de agotamiento. Pero a mi me preocupaba precisamente ese agotamiento, no sabía cuánto tiempo podríamos continuar ahogándonos en quejas y promesas de cambio. Por un lado, él me pedía que me calmara. No llores tanto, yo trataré de cumplirte. No deseo herirte más. Sin embargo, todo se repetía como las preguntas que regresaban con mi soledad. Una vez apagó la lámpara se acostó en el silencio. La ventana dejaba traspasar la luz de la calle que recaía en el rostro de ese hombre acostado a mi lado.

***

Para mi sorpresa vestía la camisa celeste que le regalé en nuestro último aniversario; la misma del sueño de ese día. Se miraba como a mí me gustaba: elegante, más alto y muy cuidado. Cualquiera podría decir que tenía una mujer que lo atendía como se merecía ese papacito de la esquina. Cabal, siempre la niña Vilmita, la dueña del comedor, nos esperaba a la misma hora, siempre nos sentábamos en la misma esquina, ordenábamos la misma comida y terminábamos a la inconfundible una de la tarde. Nada fuera de la rutina. Pero repito me llamó la atención que se pusiera esa camisa, cuando no la usaba para el trabajo. —Muy fina— decía. No sé si alguna oscura coincidencia lo había permitido cuando había soñado en esa noche que lo despedía llorando en el área de revisión de equipaje de un aeropuerto que ni conocía ni entendía por sus intraducibles letreros, y donde nos golpeaban las maletas de las personas que corrían a las distintas puertas, que conducían a tantas salas que apenas las podía contar, y donde el estridente ruido de los aviones que descendían en las pistas me impedían escuchar la voz, los murmullos del hombre que se iría definitivamente de mis manos sujetadas fuertemente a su cuello.

No me resultas extraña, simplemente es que paso contigo todos los días que… me pareces una mujer cotidiana. ¿Acaso algo tiene sentido si siempre me acusaba de mi intempestivo desbordamiento de lujuria? Yo que trataba de moverme a su ritmo en contra de mis principios de libertad me había convertido en una mujer tan común como las modas. Yo, la bestia de lisa cabellera negra, me encontraba encarcelada a pesar de mis escapatorias nocturnas entre abrir y cerrar de piernas.

¿Por qué me dices eso? Sus cejas endurecían aún más las palabras frente al permanente turista incomunicado. La oscuridad del comedor entonaba perfectamente con la oscuridad de sus almas, con la negación de sus almas. Un olor a velas entraba por la amplia ventana en ese día de invierno que quedaría registrado en la memoria de Miriam. Tú bien sabes que me refiero a un sincero acercamiento. Me siento sola, Mario. Así de sencillas son las cosas. Duermo contigo y ni siquiera te das cuenta. Antes me era más nítido tu rostro, antes creía al menos que podía describirte como mi imagen ante el espejo.

Empecé a sollozar, me derrumbé al regreso de la niña abandonada, de esa niña que sólo él conocía. No te pongas otra vez así, no hagas lo mismo ¿Lo mismo? Me lo decía como si mis exigencias fueran caprichos de una colegiala. Ya sabes que mucho hemos gastado hablando sobre nuestra situación, yo pensaba que todo se había sido superado. ¿Acaso nos habíamos convertido en una situación más, como de esas que te encuentras cuando sales de tu casa para el trabajo? Otra vez comenzaba su ritual defensivo. Claro que no se ha superado porque sencillamente sigues perturbado y aislado, y lo peor que me desvanezco en una ruta sin ruta. Te niegas a develarte completamente como si yo fuera una chica que acabas de conocer en un café. No aceptas tus errores y me hundes contigo. Me estás matando ¿cómo quieres que te lo diga? Se quedó callado como de costumbre. Bajó la mirada y ya no podía ver sus ojos apagados; tuve miedo por nosotros. Las demás personas que estaban en las otras mesas volvían a vernos de reojo. Me callé yo también. Sólo escuchaba los susurros. ¡Qué horror saber que los demás te miran desnuda!

Se levantó, se desprendió de mi pecho como el ave que migrará al norte de sus sueños. Quiso agarrar la maleta con su mano derecha, pero se lo impedía como el último intento por detener su vuelo. Sin embargo, el destino había escrito en su espalda: se marchará dejando detrás de si a la criatura que vivió en su cuerpo, que ahí se alojó tranquilamente por mucho tiempo y que será arrancada por un golpe de hombre; me miró por última vez con sus ojos de niño solitario; quise aferrarme a su fuerte mano, pero la retiró definitivamente de mí. Seguí su lenta extinción hasta el umbral de la puerta que resplandecía como nunca, y caminó cabizbajo con un pasaporte en la mano. Se llevó su maleta. Me levanté enseguida desesperada en busca de su sombra que se había desvanecido rápidamente. Una camioneta venía a toda velocidad, un frenazo se escuchó. La gente salió a observar la muerte tirada en la calle.

Miroslava Rosales Vásquez
San Salvador, 29 de abril de 2007

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