Un hombre adinerado, quien gustaba mucho de los libros, pasaba sus horas leyendo y leyendo en busca de la novela perfecta. Su amor y sus ganas por encontrar una historia extraordinaria le había convertido en un excelente crítico literario, de tal manera, que su fama se extendió por toda esa región, y mucho escritores jóvenes le consultaban —como si fuese un gran sabio—, antes de publicar cualquier cosa. Es más: le llevaban libros de autores famosos para oír sus sabias y fluidas palabras y para que él diera aval a tanta novela, aunque hasta entonces ninguna la hubiera aprobado como perfecta.
Y es que en verdad su ambición le había llevado a la exigencia a fin de luchar incansablemente, hasta encontrar el escrito perfecto. En una ocasión, un amigo muy querido se le acercó con unos pliegos en las manos. Ya suponía a lo que iba, pero de igual manera le preguntó:
—¿A qué habéis venido querido amigo?
—Pues… —le respondió algo dudoso— quisiera que me hicieses un gran favor.
—A ver dime, ¿qué os pasa?
—¡Oh nada! Bendito soy de Dios que estoy bien. En verdad, la razón de mi venida es por un mi amigo que está encarcelado, y hasta ha poco tiempo terminó de escribir una novela. Le pedí que me escribiese una copia y que la mostraría a un amigo conocedor de las letras, el cual sois vos. El favor consiste, querido amigo, en que reviséis esta novela de mi otro amigo, para ver si esta recibe tu aprobación.
—¡Oh por supuesto! Sabéis que esto es privilegio para mí y en ningún momento será molestia. Dejadme los escritos y os los devolveré en dos semanas. A la sazón que tendré listo mi comentario.
Y así quedaron. Por su parte, la terminó de leer en exactamente diez días y quedó fascinado en lo absoluto. Al instante de terminarla, exclamó:
—¡Eureka! —en un tono que ni el famoso griego hubiese gritado— ¡La encontré! ¡La encontré! ¡No puedo creer que al fin la encontré!
Al parecer había encontrado el escrito perfecto. La noticia se propagó rápidamente, ya que al fin había aceptado una novela. Cuando se cumplieron las dos semanas se presentó su amigo, y tras él, mucha gente que quería escuchar su crítica. Como eran demasiadas personas, y él que para nada era descortés, se paró sobre el techo de su casa, y dio su veredicto en voz alta:
—Amigos presentes… quiero deciros que estoy impresionado en gran manera. El estilo de novelar es estraño; un poco fuera de la tradición, pero a la vez, muy mordaz. Tiene algunos errores, muy pequeños y sin importancia, pero la historia en si misma, cubre todas las faltas. Es casi perfecta.
Toda la gente se retiró, sorprendida por la crítica de alguien a quien consideraban un gran sabio. Cuando quedó sólo con su amigo le comentó:
—Amigo del alma, es mi primera vez que pido retribución por un trabajo como éste; y mi retribución consiste en lo siguiente: quiero que me regaléis estos escritos. Creo que basta con que le contéis acerca de mi comentario, y además decidle que está como inconclusa. No lo olvidéis; decidle que es casi perfecta. Pero no lo engañéis: dije casi, no perfecta.
Su amigo se retiró muy maravillado y le regaló los pliegos. Pasó poco tiempo y el texto ya tenía difusión en toda la región; y en efecto, había causado absoluto impacto y comentarios de todo tipo, aunque sobresalían los positivos. El crítico no se equivocó. Aparentemente, la nueva novela ya se empezaba a considerar de las mejores que se hubiesen escrito.
En una ocasión, un ciego acompañado por su lazarillo, apareció en su casa y le dijo:
—Dicen que poseéis una copia a mano de la famosa novela.
—En efecto la poseo —le respondió—. Yo fui el primero en dar crítica. ¿Qué deseáis?
—Pediros un favor grande, el cual compensaré con mucho gusto. Quiero que me la leáis.
—¡Gusto grande será! Pero no recibiré nada de vos. Podría leerla muchas veces sin cansancio. Además será privilegio transmitirla al que se interese por las letras. No os preocupéis… con gusto grande os la leeré.
—¿Y cuándo podremos empezar?
—Ahora mismo si lo deseáis.
—¡Está bien!
Entonces entró y se acomodó junto a su lazarillo. Los dos se pusieron bien atentos a lo que les iban a leer. El orador, por su parte, puesto en pie, y en el tono más sublime y claro posible, empezó a leer con todas las ganas del mundo: «En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…»
Edwin González
13-03-2005
10:30 p.m.
Se terminó de escribir el mismo día que se comenzó
miércoles, 23 de mayo de 2007
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